Bajo
el cielo que se mueve sin moverse, Dante y Cassandra danzan, bailan y se
entregan.
El
cielo crece y decrece, nos agobia y nos encapota a todos, a todos nosotros, a
los que le tememos al agua, a lo que alguna vez la quisimos, a los que desde
siempre jugamos a correr bajo la lluvia.
Nadie
en la vereda entiende cómo el cielo empieza a llorar, abriendo así el barril de
lluvia, y ellos se agarrados de las manos, toman de una copa, y así el hombre
de cristal vuelve a vibrar, y ve como todo, todo, absolutamente todo corre
hacia ahora.
En
el entusiasmo, se chorrea de miel al recordar cómo se entregaba al amor cuando
tan, o más joven que ellos, esperaba siempre, la espera de los trolebuses con
lluvia, para bailar una rumba, danza del apareamiento.
Cassandra
lo agarra de la mano izquierda con su mano derecha.
Dante
la toma con su mano derecha de la cintura y se rozan, se chocan las pelvis y
frotan sus panzas sin miedo a quedar pegados, jugando a encastrar, encantados,
encantándolo todo.
Sacuden
las caderas para afuera.
Bailan.
Encantadores
encantados que cantan la canción que suena en sus cabezas y todos los miran y
los ven, son el centro de la escena en una esquina de la ciudad.
La
llovizna se vuelve cada vez más espesa, las gotas que del cielo caen pero se
deshacen a su alrededor, como una burbuja, antes de tocarles la cabeza.
Berni
pasa por esa esquina con un taxi porque está llegando tarde a dar clase, relee
en el colectivo con la cabeza apoyada sobre el vidrio empañado ese texto de
Julzar que habla del aplastamiento de las gotas, y no puede creer lo sexuales
que son.
Tan
sexuales son que al llegar a la otra esquina se baja del colectivo casi en
marcha y corre hacia la esquina para ver si son de verdad, si todavía siguen
ahí, y entonces la ve detrás a La
Florista que se emborracha con Legui y va hasta ella, la
corteja, la invita a bailar y pidiéndole permiso, arranca una flor del ramo y
se la entrega de rodillas.
Y
mientras los veo, mis dedos acelerados como tarántulas saben que la humedad es
lo único que mata, saben que la tempestad no siempre es tormenta y saben que la
intensidad es la única medición válida, y mis ojos se humedecen cada vez más al
verlos y entonces aprieto los ojos con fuerza, para respirar hondo por la
nariz, y declararme ya profundamente dentro de la escena, y la lágrima cae de
de mi ojo derecho, chorrea por la mejilla hasta reventarse contra el pulgar de
mi mano derecha, responsable de darme aire al escribir, y justo cuando todos
estaban a punto de besarse, el cielo se ilumina con un rayo, el silencio que
antecede al trueno lo vuelve más ensordecedor y todos, todos, incluso ellos
dos, Cassandra y Dante, salen corriendo.